EL FINAL DEL ANTIGUO RÉGIMEN
La monarquía hispánica en los albores de la modernidad
entrecruzó sueños imperiales de largo alcance con el proceso de formación y
consolidación del estado nacional, una empresa de por sí complicada al
fundamentarse en una aleatoria unión personal con un complejo mosaico de
peculiaridades y pluralidad detrás. Aquellos anhelos hegemónicos supranacionales
pronto se desvanecieron y abrieron paso a décadas de introspección y progresivo
alejamiento del entorno occidental, un repliegue al que se enfrentaría la política
reformista del siglo XVIII, empeñada, desde posiciones regalistas y
centralizadoras, en modernizar el país y aproximarlo a Europa.
Los sucesos revolucionarios de 1789 actuaron de freno
paralizador de la corriente aperturista y asustaron a las minorías rectoras
españolas, partidarias de una política de cordón sanitario y cierre de
fronteras impermeabilizadora de todo peligroso contagio. Si a estas
prevenciones añadimos el vacío de poder y la crisis interna de la realeza
española, palpables en acontecimientos como el motín de Aranjuez y las
aboliciones de Carlos IV y Fernando VII en Bayona a favor de Bonaparte, así
como la ocupación militar de la Península bajo la excusa de un hipotético
avance francés hacia Portugal al amparo del tratado de Fontainebleau, podrá
entenderse el rechazo español hacia todo lo fracturado allende los Pirineos.
Sólo unos pocos sabrían apartar los árboles para ver el
bosque y aprovechar la debilidad del momento histórico no para pedir junto al
pueblo llano el retorno del Deseado, sino precisamente para acabar con el viejo
régimen y oponer una auténtica réplica constitucional al estatuto de Bayona, la
carta otorgada jurada por José I en julio de 1808.
El turbulento periodo de 1808-1814, marcó cronológicamente
la guerra de la Independencia contra Francia y el arranque convencional de la
contemporaneidad española presentó junto a los desajustes inherentes a todo
enfrentamiento bélico de envergadura, los desequilibrios derivados del poder
bicéfalo existente entonces en la
Península: por un lado, la solución napoleónica que, desde la legitimidad que
le conferían las renuncias de los Borbones había situado a un extranjero, su
propio hermano José I, en el trono de España y, por otro, el movimiento juntero
aclamado por el pueblo y buena parte de las fuerzas vivas tradicionales, que se
extendería por el reino hasta desembocar, tras la autodisolución de la Junta
central, en las nuevas cortes gaditanas, símbolo de la resistencia nacional.
VIRGINIA LÓPEZ-REY GARCÍA.
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